Paisajes sonoros
VALSEQUILLO
CALDERA DE LOS MARTELES
Cuando pienso en una caldera me viene a la cabeza: Calor, efervescencia, fuerzas
o energías que colman y rebosan… Pienso en un gran estadio mayor que los que
he visitado nunca, con gritos, vitoreos, abucheos y grandes olas que recorren su
perímetro. Me viene a la cabeza tal vez un impacto, un gran impacto, una explosión
y sus consecuencias. Algo devastador que pudo venir desde el cielo, un capricho
del cosmos. Una jugada de algo superior, de arriba o de abajo, pero sin duda de otro
tiempo. Esas sensaciones atraviesan desde dentro y fuera de la tierra, y fusilan
desde cerca y desde lejos al que quieto contempla.
Todo eso podría ser esa especie de coliseo de tierra fértil en días de mayor suerte.
Rodeado de un graderío que escupió el fuego para cobijo de las especies
endémicas. Con el Roque Grande y los Riscos de Tenteniguada como fieles
centinelas hacia la vertiente norte y escoltado al este y sur por los Barrancos de Los
Cernícalos y Guayadeque.
La Caldera de los Marteles, que así se llama en honor de la partida de intereses de
una familia de terratenientes ligados a Valsequillo, antes se llamaba Caldera del
Pleito. El término procede de la disputa entre Ingenio y Valsequillo por territorios
fronterizos. El resultante de esa explosión volcánica es ahora un inmenso tagoror
dividido por surcos, que si bien no delimitan nada, a los ojos de uno si dibujan la
división de la tierra. De todos los posibles orígenes por donde se pudo pasear mi
imaginación, se queda la idea que no hay nada tan majestuoso como lo que
trasciende dentro de uno a la hora de contemplar. Darle una sacudida a las certezas
e imaginarnos que todo lo que hay no es más bello que lo que para nosotros es.
Que hoy puede ser mi templo, que anteriormente fue una cuna y que mañana será
reposo y paz.